El libro de mi vida
Excepto en el caso de los fanáticos que
apenas leyeron un libro en su vida y se redujeron a él, es de la propia
naturaleza del libro y de la lectura el placer de la diversidad y los
descubrimientos.
Cristovão Tezza
¿Cuál es el libro de mi vida? Y en esto, por supuesto, me
pregunto cuál es aquel idílico libro, envuelto en la neblina de mi memoria y en
el cual deposito el peso de la carga simbólica de haberme provocado aquella
sensación que persigo ávidamente en las líneas que devoro, la de que una luz se
encendió en mi cabeza.
Dura poco esa sensación de satisfacción y goce, y el
apetito se abre aún más voraz. No existe fin en la búsqueda de este placentero
jardín secreto iluminado.
En mi caso la respuesta es simple. Es vívido, en los
senderos de mis entrelazados recuerdos de infancia, el asombro que una
colección de cuentos de los hermanos Jacob y Wilhelm Grimm me provocó. Regalo
de mi madrina Amélia, viví en aquellas páginas un verano entero. Y desde entonces
en otras páginas en todas las otras estaciones del año. “Cuentos de los Hermanos
Grimm”fue el libro de mi vida en ese sentido.
No por coincidencia fue el primer libro que compré para mi Joaquim mientras
estaba todavía en la panza de su mamá en Buenos Aires.
¿Pero de qué vida estoy hablando? Sin duda de la del niño
de diez años de aquel verano siempre caluroso de Piauí, donde vivía. Menos de
siete años después, la respuesta del inquieto adolescente ya residente en la
letárgica Belo Horizonte de aquel entonces, habría sido probablemente la
colección mítica y mística del conjunto de los relatos de las aventuras del
antropólogo y escritor norteamericano Carlos Castaneda y su mentor, Don Juan.
El camino con el corazón, de Don Juan, junto con la valentía
que nos desafía del caballero del conocido poema The Road not Taken, de Robert Frost, me llevaron a tomar decisiones
muy significativas en diversas encrucijadas de mi vida.
Hablé sobre ello la semana pasada cuando fui invitado a
participar en un evento de celebración del Día del Abogado en la Facultad
Pitágoras en Belo Horizonte. La platea era de alumnos y colegas profesores de
la carrera de derecho y la invitación era para hablar sobre una decisión en mi
pasado que había marcado un antes y un después en mi vida.
En los breves quince minutos que tenía, elegí hablar de
cuatro de ellas para evitar cualquier posibilidad de que se pensase que fueron
golpes de suerte, de algo tomado a la ligera, o con el modo intempestivo
característico de ciertas épocas menos pacientes en nuestras vidas.
No, en todas ellas el modus
operandi era el mismo. La pregunta hecha era la misma siempre.
Soñaba con salir del país. Había hecho once exámenes para
entrar en la universidad en la angustiante búsqueda de qué profesión escoger
“para el resto de mi vida”, sin saber que viviría más de una en la misma
encarnación. Para mi angustia, pasé en los once exámenes y para carreras tan
diversas como derecho, letras, física pura e ingeniería civil. Claro, me di por
perdido. Necesitaba un año sabático y quería abrir las ventanas para los
vientos del “azar”. Terminé pasando en un programa de becas para estudiar un
mes en un helado enero en la ciudad costera de peñascos blanco tiza de Southampton,
en el sur de Inglaterra —que no podría imaginar que se volvería mi jardín—. Aún
feliz con la primera gran conquista y con la aprobación de mis orgullosos
padres, jurando por dios que volvería al país a fin de mes, inicié un curso
preparatorio intensivo en una escuela de inglés particular en la Belo Horizonte
de fines de los años ‘80.
Quiso el “azar’ que llegase a mis jóvenes manos, justo en
la entrada de dicha escuela de idiomas, un panfleto promocional que invitaba a
una experiencia de voluntariado internacional en un Kibutz, esas pequeñas
comunidades agrícolas en Israel cuya propiedad de todo es colectiva y el
destino del grupo es resuelto en conjunto por sus miembros en asambleas
generales casi que diariamente. Sentí dentro mío que estaba frente a mi nuevo
camino. Para profundo disgusto de mis padres, uno de los muchos que les daría
en este sentido, abandoné la beca para el gris y mojado invierno inglés en Southampton,
evitando, sin saberlo, detestar a primera vista el país que iba en menos de
doce meses a amar, y fui con la mochila al hombro a ser voluntario en una
hacienda comunitaria en medio del desierto en el Medio Oriente.
Allí vivenciaría el profundo significado de la palabra hebraica
Kibutzim (קיבוצים): juntos, en grupo.
Ninguna otra experiencia antes o después me marcaría tan profundamente en
relación al sentido de vivir en conjunto, de actuar y pensar de forma
comunitaria. Y todo eso fue construido a lo largo de los nueve meses que allí
me quedé —fui con un pasaje de ida y vuelta de dos meses y, por supuesto,
incumpliendo mi juramento de volver al país, me quedé en Israel.
Terminé yendo a estudiar a Inglaterra después de la
experiencia comunitaria y ya con muchos amigos ingleses. Escogí la joven y original
Brighton con sus playas de piedras, sus gaviotas estridentes perdidas en la
neblina matutina, pequeñas casas con chimeneas activas e intensa vida cultural
diurna y nocturna. Era una Inglaterra soleada, en un bonito verano inglés, y yo
ni siquiera imaginaba que aquella era la ciudad en la que viviría, cinco años
más tarde, la experiencia de hacer un prestigioso programa de maestría en una
institución que también marcaría mis caminos, Sussex
University. Ah, y claro, para un asombro parental
más, renunciando, como habría de ser, a otra beca para otro programa de
maestría en la también famosa Chapel Hill,
en Carolina del Norte, Estados Unidos, para poder volver a Brighton y vivir la
fabulosa vida académica de la Universidad de Sussex.
Pero esa y las otras dos elecciones de las cuales hablé
en mi pequeño coloquio quedan para un próximo matear. Lo que importa es que
renunciar valientemente a esas becas reveló los caminos para las experiencias
más significativas de mis vidas. Y para decidirlo solamente me hice una única
pregunta: “¿Ese camino tiene corazón?” Lo que parecía insano e inconsecuente en
aquella época se mostró sabio y me trajo paz y levedad.
En palabras del brujo Don Juan en “Las enseñanzas de Don
Juan”: “Mira cada camino de cerca y con
intención. Pruébalo tantas veces como consideres necesario.
Luego hazte a ti mismo, y a ti solo, una pregunta (…): ¿tiene corazón este camino? Si tiene,
el camino es bueno; si no, de nada sirve.”
Y de esta manera concluye el sabio chamán yaqui sobre los
fundamentos que me orientaron en todas mis grandes decisiones: “Ningún camino
lleva a ninguna parte, pero uno tiene corazón y el otro no. Uno hace gozoso el
viaje; mientras lo sigas, eres uno con él. El otro te hará maldecir tu vida.
Uno te hace fuerte; el otro te debilita.”
Cristovão Tezza, en el artículo en el diario Folha de São Paulode 12 de agosto de 2018 del cual retiré el epígrafe, la chispa para esta
charla, y del cual también tomé prestado el título, nos alerta, citando al
Capitán Marlow, personaje del “Libro de su Vida”, Lord Jim, de Joseph Conrad: "creo que nadie
entiende del todo sus propias tretas ingeniosas para eludir la torva sombra del
conocimiento de sí.”
Tal vez, Cristovão, escribir sea la más transparente de
esas artimañas. Cuando el escritor le lanza al otro sus angustias, se desnuda
en público.
Plauto Cardoso – Catedrático
por la Solidaridad y la Paz por el Parlamento Internacional de los Estados
para la Seguridad y Paz de las Naciones Unidas (ONU). Plauto es escritor,
docente, investigadory abogado en las áreas de Derecho Constitucional,
Derecho Procesal Civil, Derechos Humanos, Derecho & Política y Derecho
& Literatura. Es director del Instituto de Derecho de Integración de la
Asociación Argentina de Justicia Constitucional (AAJC).